martes, 18 de marzo de 2014

El loco

John fue siempre un buen hombre: centrado, trabajador, decente, buen hijo, buen amigo. Nacido y criado en Inglaterra, John jamás pensó en morir en otro lugar. De hecho, jamás pensó en ningún otro lugar. Jamás hizo caso de fotos de lugares lejanos, para el solo existía Inglaterra. Su concepto del mundo se reducía a cielos grises y lluvia, frío en invierno y un poco de sol en verano. Y John habría muerto en Inglaterra sin saber jamás del mundo si no hubiera sido porque su mejor amigo se fue a vivir a Grecia.
            De un día al otro John se encontró profundamente solo. La amistad que guardaba con aquel hombre que conocía desde su niñez era lo que le daba balance a su vida. John sintió repentinamente toda la angustia y la soledad que nunca antes había experimentado en su predecible y cómoda vida. Fue entonces cuando decidió que el también dejaría Inglaterra, así que tomó un globo terráqueo y comenzó a hacerlo girar y girar y decidió que iría al lugar donde su dedo apuntara. Por supuesto, ignoró los primeros intentos pues su dedo señalaba algún lugar en medio de algún mar. Hasta que por fin su dedo señaló tierra y bajo su dedo cayó México y en México, Veracruz. Era de esperarse que John no tuviera idea del lugar donde su dedo había caído. Tampoco tenía idea de cómo llegar allá y mucho menos que ahí se hablaba un lenguaje diferente al suyo. Pero finalmente consiguió hacerse entender en los lugares requeridos y tomó un barco y cruzó el océano atlántico.
            Y así, el inglés llego un día, cuentan las historias, a la selva veracruzana. Nunca nadie en Veracruz vio al inglés centrado y correcto que John había sido antes. Cuando llego era ya el hombre de los ojos perdidos y del hablar extraño. John fue conocido, desde siempre, como el loco.
            Pero era cierto, John para ese entonces ya estaba verdaderamente loco. No se había repuesto de la maravilla de ver tanto mar por tanto tiempo y de la angustia infinita de haberlo dejado todo. Cuando llegó a Veracruz, se encaminó al norte y sus ojos y su débil corazón no pudieron más cuando la selva apareció magnífica ante sus ojos. Fue entonces cuando John no pudo más.
            Y cuenta la historia que aquel inglés utilizó el rollo de dinero que traía en su bolsa para comprar una propiedad en medio de la selva. Entonces, bajo los ojos extrañados de la gente local, John se dedicó a construir con sus propias manos una casa.

Pero John jamás tuvo en mente una casa, lo que el construyó fue un artefacto de comunicación con la selva, fue su manera de acercarse a ella, de bailar con ella, de hablarle. Es por eso que hay escaleras que no llevan a ningún lado o que terminan en un muro cubierto por enredaderas, por eso hay columnas romanas de 20 metros en cuya parte alta hay una maceta enorme llena de helechos como queriendo parecerse a los helechos arborescentes que las rodean, por eso hay planchas de concreto levantadas aquí y allá porque John quería alcanzar a la selva que se alzaba imparable hacia las alturas, por eso hay más selva que muros y escaleras y por eso no hay techos. John amaba a esa selva y lo dio todo por ella y por eso hay fragmentos de un laberinto esparcidos por todos lados porque era la manera en que John andaba buscando lo que se le había perdido. Aun hoy se puede ver la casa del loco, como se le conoce por allá, ya medio devorada por la selva que lo enloqueció y en la que acabó por perderse.
Imagen de Christian Von Wissel.

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