lunes, 24 de marzo de 2014

La decisión

Su vida transcurría pacíficamente, muy pacíficamente. Se levantaba temprano a prepararse un té y desayunar galletas, mimaba a su gato un rato y en otro rato ya era hora de comer el almuerzo y si esperaba un poco más ya era hora de ir al supermercado. Esa hora se había convertido en la parte emocionante del día: preparaba su abrigo, su paraguas, revisaba sus zapatos, los limpiaba si era necesario, tomaba su monedero, ponía mas monedas en él, revisaba que la estufa y el horno estuvieran apagados, revisaba las ventanas, los cerrojos, que la televisión estuviera apagada y entonces salía de su casa, poniendo mucha atención en dejar todos los cerrojos bien cerrados. Y caminaba hacia el supermercado, paso a pasito, entonces llegaba y tomaba una canasta pequeña donde solo ponía té, más galletas y a veces pan, queso o alguna fruta. Daba vueltas en la tienda, observaba a la gente, revisaba los productos que tuvieran etiquetas atractivas, iba a la sección de frutas y verduras y las revisaba, las olía y a veces hasta compraba alguna fruta suave cuyo aroma le hubiera llamado la atención. Las horas se le iban en la tienda y le daban una sensación de haber aprovechado el día. Sensación que se incrementaba con el cansancio que sentía al llegar a su casa donde entonces, si esperaba un poco más, el sueño llegaba.
            Pero estaba en realidad muy sola y a veces se sentía muy abandonada por su familia y sus amigos. Su hija casi no la llamaba por teléfono y solo la visitaba cada seis semanas para llevarle una caja de comida congelada que le duraba otras seis semanas. La mayoría de sus amigas habían muerto hacia algunos años. A veces se sentía tan sola que hacía varios viajes al supermercado. El ritual de salir de su casa le ayudaba a contener las lágrimas que comenzaban a llenar sus ojos.
            Y así, poco a poco, fue que fue tomando la decisión. A veces se olvidaba de ella, a veces le dedicaba largas horas y la repensaba y la volvía a pensar. Otras veces pensaba que era una tontería e intentaba olvidarse de la idea haciendo un viaje más al supermercado. Otras veces la decisión le dolía profundamente o le avergonzaba terriblemente. Pensaba en su hija, pero entonces pensaba en su vida y otra vez las lágrimas le llenaban los ojos. Hasta que por fin un día, decidió que no habría marcha atrás y que la decisión estaba tomada, pasara lo que pasara.
            Decidió también, convertir la decisión en un ritual. Se fue al salón de belleza, se arregló el pelo, las manos y hasta los pies, se compró una crema para el cuerpo, para la cara, se compró ropa nueva, unos zapatos, arregló su casa, compró unas flores. Escribió en un papel lo que había decidido, cerro el sobre y lo llevo al correo.

            Al día siguiente el diario local tendría un anuncio nuevo y un teléfono: “Straight lady 65, lives in Birkenhead area, would like to meet other lady with no ties, for friendship and shopping call on 09875632”.

martes, 18 de marzo de 2014

El loco

John fue siempre un buen hombre: centrado, trabajador, decente, buen hijo, buen amigo. Nacido y criado en Inglaterra, John jamás pensó en morir en otro lugar. De hecho, jamás pensó en ningún otro lugar. Jamás hizo caso de fotos de lugares lejanos, para el solo existía Inglaterra. Su concepto del mundo se reducía a cielos grises y lluvia, frío en invierno y un poco de sol en verano. Y John habría muerto en Inglaterra sin saber jamás del mundo si no hubiera sido porque su mejor amigo se fue a vivir a Grecia.
            De un día al otro John se encontró profundamente solo. La amistad que guardaba con aquel hombre que conocía desde su niñez era lo que le daba balance a su vida. John sintió repentinamente toda la angustia y la soledad que nunca antes había experimentado en su predecible y cómoda vida. Fue entonces cuando decidió que el también dejaría Inglaterra, así que tomó un globo terráqueo y comenzó a hacerlo girar y girar y decidió que iría al lugar donde su dedo apuntara. Por supuesto, ignoró los primeros intentos pues su dedo señalaba algún lugar en medio de algún mar. Hasta que por fin su dedo señaló tierra y bajo su dedo cayó México y en México, Veracruz. Era de esperarse que John no tuviera idea del lugar donde su dedo había caído. Tampoco tenía idea de cómo llegar allá y mucho menos que ahí se hablaba un lenguaje diferente al suyo. Pero finalmente consiguió hacerse entender en los lugares requeridos y tomó un barco y cruzó el océano atlántico.
            Y así, el inglés llego un día, cuentan las historias, a la selva veracruzana. Nunca nadie en Veracruz vio al inglés centrado y correcto que John había sido antes. Cuando llego era ya el hombre de los ojos perdidos y del hablar extraño. John fue conocido, desde siempre, como el loco.
            Pero era cierto, John para ese entonces ya estaba verdaderamente loco. No se había repuesto de la maravilla de ver tanto mar por tanto tiempo y de la angustia infinita de haberlo dejado todo. Cuando llegó a Veracruz, se encaminó al norte y sus ojos y su débil corazón no pudieron más cuando la selva apareció magnífica ante sus ojos. Fue entonces cuando John no pudo más.
            Y cuenta la historia que aquel inglés utilizó el rollo de dinero que traía en su bolsa para comprar una propiedad en medio de la selva. Entonces, bajo los ojos extrañados de la gente local, John se dedicó a construir con sus propias manos una casa.

Pero John jamás tuvo en mente una casa, lo que el construyó fue un artefacto de comunicación con la selva, fue su manera de acercarse a ella, de bailar con ella, de hablarle. Es por eso que hay escaleras que no llevan a ningún lado o que terminan en un muro cubierto por enredaderas, por eso hay columnas romanas de 20 metros en cuya parte alta hay una maceta enorme llena de helechos como queriendo parecerse a los helechos arborescentes que las rodean, por eso hay planchas de concreto levantadas aquí y allá porque John quería alcanzar a la selva que se alzaba imparable hacia las alturas, por eso hay más selva que muros y escaleras y por eso no hay techos. John amaba a esa selva y lo dio todo por ella y por eso hay fragmentos de un laberinto esparcidos por todos lados porque era la manera en que John andaba buscando lo que se le había perdido. Aun hoy se puede ver la casa del loco, como se le conoce por allá, ya medio devorada por la selva que lo enloqueció y en la que acabó por perderse.
Imagen de Christian Von Wissel.

jueves, 13 de marzo de 2014

Diminuto

Basado en hecho reales.
Del tamaño de un pulgar, paseaba aquella vida mínima por el parque. Confiado pasaba de una moronita de pan a la siguiente, inspeccionando cada una con cuidado. Parecía no darse cuenta de su vulnerabilidad, ignoraba a la gente sentada en las bancas, a los perros, a los transeúntes.
            De pronto, con su diminuta gran agilidad atravesó el pasillo que separaba a una banca de la de enfrente. Angustiados, los demás no hacíamos más que mirar a un lado luego al otro, luego a él, calculando las probabilidades de que alguien lo pisara. Nosotros preocupados y él tranquilo se dedicaba a revisar los pedazos de pan dulce y las semillas. Iba y venía, invulnerable a los pasos de los que desde tan arriba no alcanzaban a verlo. Y nosotros seguíamos mirando a un lado, luego al otro, luego a él.
Una pareja de novios se acercaba, distraídos en su felicidad, comiendo una alegría y una palanqueta, mientras que él, estaba comiendo tranquilamente, justo en la mira de los pasos de la pareja. Pasaron junto a él sin que ninguno de los tres se diera cuenta. Pero nosotros sí y sufrimos mirando a la pareja, luego a él, luego a la pareja, luego a él.
Aquella vida diminuta se regresó a seguir comiendo debajo de la banca. Tomamos un poco de café. Respiramos. La pareja de enfrente reía con la emoción de la historia épica que acabábamos de presenciar. Pero que no había terminado, de hecho apenas empezaba, porque aquel héroe diminuto se lanzó otra vez a conquistar nuevas hazañas.
Ahora era una bicicleta la que se acercaba y nosotros, mirábamos a un lado, luego al otro, luego a él, medíamos las intenciones del ciclista, las de él, las del ciclista, las de él, y nos mirábamos unos a otros. La llanta de la bicicleta pasó justo a su lado generando una taquicardia generalizada y tazas de café enfriándose. Pero él, tranquilo, no se inmutaba mientras comía una moronita de pan y restos de dulce de almendra.

Se regreso del lado donde yo estaba, a seguir buscando pedazos de buñuelo o de galleta debajo de la banca. Respiramos con tranquilidad, sonriendo nos miramos sin decir nada pero compartiendo el alivio, como si de nosotros hubiera dependido su suerte. Y como en las historias de héroes legendarios, el diminuto ratón desapareció ágilmente entre los arbustos y las flores de aquel parque, ignaro de su grandeza, dejando atrás a los testigos de la leyenda.
Foto de Janeymx1.